Los escombros de la naturaleza

Los escombros de la naturaleza

The Noise Of Trains / El ruido de los trenes

Cristian Saldía / 66’ / 2015 / Chile

El rodaje de El ruido de los trenes tuvo lugar entre los años 2010 y 2014 en el pueblo de San Rosendo, Región del Biobío, en el sur de Chile (un país que, en palabras del poeta Juan Carlos Mestre, conviene visitar al menos una vez en la vida). San Rosendo es una comuna de 3.757 habitantes situada en una superficie total de 37.068,7 km². Según declaraciones de su director, Cristian Saldía, «me interesaba observar lo que sucedía en este pequeño pueblo, donde alguna vez hubo algo muy importante y hoy solo quedan los restos», una afirmación a la que incorpora el siguiente corolario: «El protagonista de la película es ese lugar».

Si este era el propósito inicial de su director, nos encontramos ante un objetivo impecablemente consumado, pues si existe un personaje que destaque de forma exclusiva en El ruido de los trenes ese no es otro que el vigoroso paisaje: bosques infinitos, cargados de humedad; árboles limpios envueltos en una niebla persistente y guarecidos por el sol frío; caminos negros, pantanos verdosos y orillas de tierra azul y marrón; troncos canelos y desgastadas fachadas de ladrillo rojizo; lo herrumbroso colándose de forma sutil por los espacios vacíos; el ruido de los trenes que pasan, integrado en el paisaje tanto como el canto de los pájaros o los silbidos del viento; y, finalmente, la lluvia profunda del interior que se asemeja a la descrita por Camilo José Cela en su novela Mazurca para dos muertos: «Llueve mansamente y sin parar, llueve sin ganas pero con una infinita paciencia […], llueve con lentitud, con mansedumbre, con monotonía, llueve sin principio ni fin».

Sin embargo, este marco bucólico presenta una doble cara. Como sostiene Eugenio Trías, detrás de la representación de lo bello se oculta siempre lo siniestro, de manera que bajo el formato de un «rostro familiar» —en este caso el escenario captado por la cámara de Saldía— reposan, según Trías, «los deseos más secretos de la especie». Así lo entendió David Lynch hace casi treinta años al situar en un paisaje similar al mostrado en El ruido de los trenes su celebrada serie Twin Peaks, puesto que se trata del entorno propicio para adentrarse en la oscuridad, en lo densamente umbrío escondido tras la belleza de lo verde, en lo inquietante que flota mezclado con el aire fresco y purificador (los misterios de la naturaleza son los tormentos del alma humana). En El ruido de los trenes no sabemos qué clase de secretos oculta el lugar: solo se nos muestran, como constatación de la existencia de un tiempo pasado, las estaciones de tren abandonadas y los vagones devorados por el óxido —que es el color del otoño—; es decir, lo que se le revela al espectador es la hermosura de la ruina, entendida aquí como parte inseparable del tejido cultural y paisajístico y que, como sostiene Walter Benjamin, únicamente puede ser contemplada por los ojos «desmesuradamente abiertos» del ángel de la historia, que es, según Benjamin, la figura cualificada para prestar atención al discurso de las ruinas, mientras que el resto nos dedicamos a agotar de forma burocrática la mirada ante la «cadena de datos». Siguiendo esta premisa, los escombros del pasado cobran, en El ruido de los trenes, una dimensión reconstituida: no dejan de ser, sino que son algo nuevo a lo que fueron y, en cualquier caso, nada inútil. (Esa poética dignificación de la ruina también se encuentra presente en uno de los cortometrajes programados en el MiradasDoc de este año, El árbol (2015, Roya Eshraghi), en el que el arbusto del título ha crecido en las entrañas de un edificio cochambroso y abandonado de La Habana Vieja.)

 

Benito Romero

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