El poder de narrar bien

El poder de narrar bien

Montañas ardientes que vomitan fuego

 

Samuel M. Delgado, Helena Girón /14’/ 2016 / España

Entre las propuestas que alcanza a admitir en su diagrama imagológico el Festival MiradasDoc, seguramente la más extrema de esta edición es la pieza de Samuel M. Delgado y Helena Girón: Montañas ardientes que vomitan fuego (14 minutos). Alguno de los jurados que han sido llamados a dirimir cuál es la mejor película canaria en el programa de MiradasDoc ha dejado caer en la prensa que esta película está más próxima al género de la videocreación que al del documental.

No voy a entrar a valorar lo que parece obvio: Montañas ardientes que vomitan fuego no es el típico documental periodístico, ni el documental de retrato, pero es que, precisamente, MiradasDoc no aspira al documentalismo en estado puro. (¿Qué sería tal cosa?) Su director, Alejandro Krawietz, ha manifestado en no pocas ocasiones, que MiradasDoc es un lugar de encuentro entre el cine de realidad y los sueños y pesadillas que este tipo de cine es capaz de llevar más allá de sí mismo, más allá de la realidad y sus contingencias. Parece un juego de palabras, pero no lo es en absoluto.

Aunque no es tarea fácil explicitarlo en lenguaje escrito o hablado, MiradasDoc es un festival de documentalismo que se mueve en las fronteras, y no sólo en las fronteras políticas y geográficas, sino especialmente, creo yo, en los espacios estéticos y éticos de los inter-géneros.

Y precisamente una de las muchas virtudes de Montañas ardientes que vomitan fuego es que convierte aquello que parecía un resquicio sin apenas posibilidades, en un vasto espacio de investigación híbrida, de ahondamiento estético en una veta que no es exactamente ni documentalismo ni videocreación.

La propia idea del viaje al centro de la tierra es una elección híbrida. Desde el punto de vista histórico, lo que hoy no es más que mera fantasía, ciencia-ficción o disparate, en otros tiempos constituía una hipótesis científica aceptable. Desde antes de los diagramas de Athanasius Kircher ―cuyas obras eran tenidas en su tiempo como modelos científicos, filosóficos y teológicos―, pasando por el episodio de la Cueva de Montesinos de El Quijote, uno de los momentos más mágicos de la gran novela, hasta las aventuras científicas noveladas de Jules Verne, el viaje al centro de la tierra, el descenso al mundo subterráneo o las expediciones pseudocientíficas a través de las grandes bóvedas que atraviesan de parte a parte el interior del planeta, el ser humano se ha sentido atraído por la idea de otra vida bajo las capas del humus.

Pero este viaje sub terrae no es solo una traslación física, ni siquiera únicamente mental. Se trata de un desplazamiento, sobre todo, de iniciación espiritual: una fuga del mundo solar que conduce, por un simple silogismo de contrarios, a la plena oscuridad, es decir, al lugar de las imágenes no reales. Para los antiguos griegos, la coincidencia de la higuera y la oquedad ―el árbol sagrado por excelencia y su contrario, el hueco, el vacío― era la señal que indicaba la existencia de un pasadizo hacia el interior, hacia el seno abismal, lugar en el que moraban para siempre los muertos. No en vano, el centro de la gran ciudad espiritual de la Grecia primitiva, Eleusis, era y es ―aun hoy puede ser visitada― la boca del Hades: un rincón en el que una higuera ha crecido junto a la entrada de una gruta.

La película de Delgado y Girón posee, bien que transformados en imágenes, estos y otros extremos. La boca de la gruta alcanza su mayor plasticidad en un contrapicado hermosísimo. En ese pasaje aparece, además, el árbol. No es una higuera, sino un pino canario, pero su efecto simbólico es el mismo, o incluso mayor, pues revela la posibilidad del mito en un entorno al que normalmente no se le concede profundidad alguna. Está presente el psicopompos, el animal acompañante del viajero de las grutas y cuevas, el perro para los antiguos, aunque en este caso metamorfoseado en cabra. Por supuesto aparece la figura del viajero: una muchacha que paso a paso desciende los escalones hacia la oscuridad. El viajero subterráqueo en la cultura primitiva griega es el folarcos, una especie de iniciado en la religión eleusina. El viaje a través de los misterios de las sombras de este folarcos es, en realidad, un vuelo mágico en sueños o a través de los sueños. De hecho, el antiguo folarcos debía dormir y soñar obligatoriamente como paso previo a su viaje posterior, naturalmente espiritual.

Este viaje psíquico de transformación no sería del todo posible o, mejor dicho, no sería en absoluto posible, sin el potente caudal plástico ―fanopeico, habría que decir― con que está construido el hilo narrativo de Montañas ardientes que vomitan fuego.

El uso de diferentes formatos de grabación, rollos de película caducados y de fotos antiguas ―una anónima de 1910, una de Teodoro Malsch de 1927 y otra de Adalberto Benítez Tugores de 1949― son los ingredientes perfectos para, en manos poco hábiles, conseguir un batiburrillo experimental sin sentido. Pero resulta que en manos de Samuel M. Delgado y Helena Girón estas técnicas cobran todo el sentido y alcanzan un punto de equilibrio en el cual la experimentación deja de ser una mera excusa, un juego errático, para convertirse en una necesidad narrativa.

Francisco León

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